Una guerra es siempre un gran error de gestión. Una guerra perpetuada en el tiempo ante un afán que tal vez se ha autoproclamado más listo de lo que realmente era, una llamada de auxilio frente a un mundo que no cambia nada en contenido, pero mucho en las formas. Hasta que el refugio deje de ser digno, las miradas alcancen otro horizonte y los contrincantes, aquellos que nunca se vieron, se miren de frente para descubrir que el auténtico guion era otro.
Vivimos tiempos esencialmente indignos. Una especie de “mala etapa” en la que las circunstancias desfavorables parecen concatenarse desde la emergencia, al igual que lo haría una suerte de catastróficas desdichas que hubiesen caído a los pies de nuestras mentes globales, embebidas de noticias, de mensajes, de opiniones… Cual dominó salvaje haciendo caer una tras otra y en una fila más recta de lo predecible, un elenco de fichas poco selectas aparentemente colocadas por el «azar» de las circunstancias.
Lo mejor y lo peor de cada casa se da cita en el banquete. Desde hace ya años la información, que antes se edificaba como un templo menos inmaterial con páginas de papel maché, conversaciones en foros reales y reuniones a la antigua usanza, donde lo mismo hablaba el tío frente al asado, que opinaba la señora mercera tendiéndonos en las manos un cartón de huevos, acostumbró a transitarse casi exclusivamente a través de megabytes torcidos, de mensajes encriptados. A encorsetarse en nuestros dispositivos tecnológicos, para ser silenciada en el cara a cara y últimamente, en el medio rostro que nos dejaron mostrar. A hacerse difusa y no pocas veces colarse como una coletilla de reclamo acerca del cómo transcurrían nuestras vidas junto a nuestros temores.
Recientemente, nos acostumbramos, además, a la desdicha colectiva de la que no convenía hablar mucho, pero para la que todo el mundo sabía dar prevención y consejo. Cuando no orden. Al estado general de la cuestión (porque para cómo está el patio, si es que para como está la cosa, con la que se está montando, a ver si ya pronto esto pasa…) añadíamos, aún sin creérnoslo muy bien, el optimismo que queríamos transmitir en esencia, pero lleno de fórmulas carentes de contenido. Al fin y al cabo, había que protegerse, aunque solo fuera en la esperanza. El mundo era ahora un lugar más amenazante y complejo. En el fondo, no sabíamos del todo por qué tanto.
En ese nosequé de formas, en ese estado de sitio en el que, de repente, nos encontrábamos todos, poco a poco más inmersos, algunos, además, comenzamos a aderezar los acontecimientos con nuestras propias disertaciones en gran medida ajenas a lo que considerábamos un cierto servilismo intelectual imperante. Y lo hicimos confiando en estar aportando algo al colectivo. No en pocos casos siendo considerados chivos expiatorios de un estado de opinión necesario que era tal porque, al parecer, las opiniones ya no tenían peso si iban en una dirección distinta a la tendencia establecida. No fuera que alguna ficha del dominó se torciera sin golpear a la siguiente y se estropease la carambola. Porque opinar era poco científico, poco claro, amorfo, no especialista, insensible, vago… Porque mejor, en definitiva, estar callado, no sea que el hablar te convirtiese en alguien aún más raro, cuando no en peligroso. A ver si al escribir se iba a dañar alguna sensibilidad o el querer decir iba a ser confundido con un querer resaltar.
Mejor callados entonces. O hablando solo de aquello liviano, de lo que no compromete en forma ni en contenido. Volviendo a la opinión plana, etérea, buenista y amable. Dejando así que otros hagan, que decidan los que saben, que el mundo siga su curso sin más intervención apócrifa que la del evangelio de la vida misma, guiada en lo social por unos pocos. Pero a buen seguro y desde sus protectoras manos, vidas expertas, sabias, con méritos de sobra para guiarnos bien y rápido.
Cuando, en este mes de febrero de 2022, uno de los eventos más peligrosos al que nos enfrentamos en lo político, en lo estratégico y en lo global desde la Segunda Guerra Mundial ha llegado para, de manera supuestamente espontánea, derrotar en atención, o mejor dicho en virulencia, al vivido durante los dos mencionados años anteriores, tal vez muchos de los que entonces desde el comienzo expresamos que la manera de lidiar con los acontecimientos precedentes iba a concatenar complejas realidades paralelas, percibamos una justa necesidad de poder expresar de nuevo nuestro sentir. Y hacerlo por el mero hecho de poder reivindicar la libertad profunda que a veces como un manantial inexplicable, nace de contradecir, al menos en parte, el afán colectivo para expresar la propia palabra. Por considerarlo justo y necesario en esencia.
Tras esta larga concatenación de medidas, dudas, cambios, adaptaciones, coacción, desinformación, miedo y muerte. Tras este baño de escepticismo y a la vez de certeza vivido en los tiempos recientes, las palabras, las imágenes y los reclamos vuelven a estar de nuevo y como por arte de magia basados en titulares aún más dementes. Y en acciones secuenciadas como en una larga película de terror que ninguno estuviésemos entendiendo del todo, por inverosímil y desfasada. Mientras tanto, seguimos haciendo nuestras vidas desde el otro lado con la mayor tranquilidad que podemos otorgarles. El único proceder tal vez posible y plausible: el de la acción concreta; el del desentendernos en el hecho mismo de vivir. Porque somos capaces. Porque la vida siempre vence.
En los últimos días, hasta los planes se han vuelto excesivos y atropellados y como si nos faltase el argumento principal entre tanto fotograma salvaje nos lo cobramos todo en acciones. Como si en un mundo en el que casi todo tiende al “fake” (desde la felicísima pose en Instagram hasta las vacaciones paseando por los escaparates en capitales de moda), nada fuera ya del todo verdad más allá del escenario capturado. Desde el objetivo concreto no del entender, sino del hacer. Porque, al fin y al cabo, siempre va a venir algo después que sorprenda aún más que lo de antes. Mejor vivir que establecer teorías.
Subyacente, además, la coletilla escéptica del que siempre fue así, de que las cosas siguen un argumento kantiano, que están regidas por causas y efectos… Que pensar lo contrario es pertenecer al gremio de la conspiración y lastrarse ante la negación de hechos plausibles y obvios. Que en la Historia aparecen, por generación espontánea, fenómenos aislados que, a veces, ay desdicha, se autopreceden como lo harían los capítulos de una novela de Stephen King. Mala, pero adictiva. Como el juego. Como la droga. La estructura será casual; los renglones, lineales; los cisnes, a veces, negros, a veces en manada. Pero, en el fondo, ante ello, mejor permanecer callados. No sea que digas. No sea que hagas. No sea que seas.
En las últimas semanas, ante la incertidumbre global que el temporalmente dilatado, pero estrepitosamente acelerado conflicto Ucrania-Rusia ha generado y generará en lo económico, en lo social y, nuevamente, en lo ideológico, llega a nuestras pantallas la imagen que acompaña a este artículo, que bien pudiera pertenecer a otra época aciaga. O haber sido sacada de un catálogo de figurantes en alguna serie de HBO ambientada en los años 20: Ciudadanos “occidentales”, con sus vidas, sus rutinas, sus bellezas, sus infancias, sus miserias, sus familias, sus quehaceres, sus proyectos y sus miedos, habitando en escenarios que bien pudieran estar sacados de alguna obra nihilista de Dostoievski, por lo que representan y por lo que son. El idiota ya está escrita. Y por el mencionado autor. Ésta, mejor la titularemos La dignidad del refugio. Algo sencillo y profundo. Qué cale en el espectador. Qué se vea como en el cine. Otro fotograma más. Y creíble por verdadero.
Eso, mejor pongámosle un título de novela larga. Y que caiga quien tenga que caer. Difundámosla por todos los altavoces posibles, opinólogos del mundo. Porque, al fin y al cabo, ya nada importa más que vivir esta nueva obra maestra. Démosle un sinfín de capítulos y convirtámosla en una nueva saga. Qué dure años, siglos… Pero todo muy casual, pues ocurrirá sin saberse, sin saber que ya es sabido. Poco a poco, ficha a ficha. Y qué todo se derrumbe. ¿Por qué no, si son solo formas…? En ellas, tras la pertinente actualización a estos tiempos modernos confluirán “traders” buscando su rumbo, cibernautas invirtiendo en bolsa, deflación salvaje, encarecimiento y carestía, microchips de infarto, armas biológicas, bombas nucleares, andróginos poetas, tecnócratas profetas, renovables y gasificados, pertinentemente restringidos porque de naturales tenían poco. Congresistas alineados. Metodistas alienados. El fin del mundo en un paraguas. Y una ensaladilla rusa. Tal cual.
Un malo malísimo. Un sombrero de tres copas. Aguardiente en las heridas y una corona de espinas. O era vodka? Eso, qué escueza, y qué sepa a poco. Y si es poco, se duplica. Y si hay que pagar, se paga. Porque esta vez, tal vez sea la última. La nunca vista. La del desguace salvaje. Reciclaje pertinente. Porque nada de eso importa. Vivamos, vivamos mientras… En este afán permanente, por modificar el mundo, cambiemos de nuevo el rumbo, porque aquí ya todo vale si la dicha es buena y breve.
Y si no lo es, también.
¿De argumento? El fin de todo. De este todo que creamos, y en el que todos creemos. Qué ya mientras viviremos. Pero en el que no confluya, nadie mejor que nosotros. Los mejores. Preparados. Libertarios. Embebidos de verdad. Envenenados de vodka… No! Qué de eso no se podía. Envenenados de rabia, de emoción, de orden del bueno.
¿Las reglas? Cada vez más radicales. De ruletas y de sienes. Porque esta vez, la entrada a este decorado de sótanos y escobillas, la habrá que pagar con vida. Y si es con vida es con muerte. Pero qué no sea la nuestra. Siempre de la más barata. De la barata y dispuesta. La dignidad del refugio. Quedarán bien en la foto: Adelante. Proyectemos!
No existirán otros fueros, ni prosperará otra vida; India, China, Sudcorea, la latina conchinchina… Ni el Sur, ni rutas salvajes. No. Solo nuestras lindes, marcarán lo que es divino. Al pan pan, y al vino, vodka! No! Qué de eso no se podía… Ahora que crecimos todos (y muy por supuesto todas) la primera irá en la frente. Ahora somos semidioses: veamos el largometraje y a ver adónde nos lleva.
Porque ya vengan los malos con su filo de machete, siempre habrá un refugio abierto, donde recordar la escena. Escondiéndonos de todo. De la indignidad, del miedo…
Donde el suelo nos proteja.
Donde nada sea el final.
Donde solo quede uno.
“Dedicado a todas las almas que han de vivir un conflicto armado”.
Joaquín Barrio Castrillón es Arquitecto, Profesor de Yoga y Tecnología en ESO y Bachillerato y fundador de YASPACE.